No podemos caer en la simplificación de identificar el ensañamiento con la simple repetición de golpes, sino con lo que la doctrina denomina maldad brutal, sin finalidad, por el simple placer de hacer daño.
Se trata, pues, de una maldad reflexiva, que no es fruto de la brutalidad improvisada que surge en el momento en el que se acaba con la vida de una persona. Por tanto, debemos aplicar esta agravante para situaciones en las que la víctima se encuentra totalmente a merced de su agresor y éste, por decirlo de alguna manera «… saborea su poder ante ella alargando innecesariamente su sufrimiento«.
Nuestro Alto Tribunal afirma que la agravante de ensañamiento exige un propósito deliberado, previamente configurado o bien ejecutado en el momento de la comisión de los hechos. Es necesario que denote el deseo de causar sufrimientos adicionales a la víctima, deleitándose en la metódica y perversa forma de ejecutar el delito de homicidio, de manera que la víctima experimente dolores o sufrimientos que antecedan a la muerte y que sea un preludio agónico del desenlace final.
Se caracteriza, en suma, por una cierta frialdad en la ejecución, ya que se calcula hasta el milímetro la fase previa de aumento injustificado del dolor y sólo movido por el placer personal o por el odio a la persona agredida a la que se agrava su situación, anunciándole, antes de su muerte, que debe sufrir o se le hace sufrir con un dolor añadido deliberadamente escogido. En definitiva, se trata de una modalidad de tortura realizada por un particular y por tanto atípica, innecesaria para causar la muerte y que produce sufrimientos físicos e incluso mentales, habida cuenta que no puede descartarse el ensañamiento moral, sometiéndola sin dolores físicos a una angustia psíquica tan insufrible como el daño físico.
Desde el punto de vista de la estructura, para que pueda apreciarse han de conjugarse dos elementos:
– Uno objetivo, constituido por la causación de males objetivamente innecesarios para alcanzar el resultado típico, que aumentan el dolor o sufrimiento de la víctima.
– Y otro subjetivo, consistente en que el autor debe ejecutar, de modo consciente y deliberado, unos actos que ya no están dirigidos de modo directo a la consumación del delito, sino al aumento del sufrimiento de la víctima (SSTS 713/2008, 13 de noviembre y 1554/2003, 19 de noviembre).
Esta figura conlleva en la práctica problemas en su apreciación, puesto que no cabe acoger como ensañamiento una conducta deliberada del autor encauzada a causar un dolor que no fuera el propio que llevaba implícita la agresión, limitada únicamente a causar la muerte de la víctima.
Respecto a la alevosía, vamos a citar la sentencia del Tribunal Supremo 599/2012, de 11 de julio:
a) Alevosía proditoria, equivalente a la traición y que incluye la asechanza, insidia, emboscada o celada, situaciones en que el sujeto agresor se oculta y cae sobre la víctima en momento y lugar que aquélla no espera;
b) Alevosía súbita o inopinada, llamada también «sorpresiva«, en la que el sujeto activo, aun a la vista o en presencia de la víctima, no descubre sus intenciones y aprovechando la confianza de aquélla actúa de forma imprevista, fulgurante y repentina. En estos casos es precisamente el carácter sorpresivo de la agresión lo que suprime la posibilidad de defensa, pues quien no espera el ataque difícilmente puede prepararse contra él y reaccionar en consecuencia, al menos en la medida de lo posible;
c) Alevosía de desvalimiento, que consiste en el aprovechamiento de una especial situación de desamparo de la víctima, como acontece en los casos de niños de corta edad, ancianos debilitados, enfermos graves o personas invalidas, o por hallarse accidentalmente privada de aptitud para defenderse (dormidas, drogadas etc.).
A estas categorías ha sumado recientemente nuestra jurisprudencia una modalidad especial de alevosía convivencial, basada en la relación de confianza proveniente de la convivencia, generadora para la víctima de su total despreocupación respecto de un eventual ataque que pudiera tener su origen en acciones del acusado. Se trataría, por tanto, de una alevosía doméstica, derivada de la relajación de los recursos defensivos como consecuencia de la imprevisibilidad de un ataque protagonizado por la persona con la que la víctima convive día a día.
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